Texto presentación de Lengua Madre - Diego E. Suárez

[LECTURA DE LAS PÁGINAS 13 A 15]
... Así comienza la historia de una transformación en la encrucijada de tres arquetipos generacionales: Julieta, Julia y Ema (hija, madre y abuela, respectivamente), víctimas, cada una a su modo, de la última dictadura militar en nuestro país. La transformación se opera sobre Julieta, que pasa de la ignorancia al conocimiento gracias a la lectura de esas cartas legadas por su madre.
Las cartas que pueblan esa caja habían sido enviadas y recibidas furtivamente, permaneciendo luego silenciadas un poco en el secreto de la madre anclada en Trelew y otro poco en la indiferencia de la hija distanciada de todo en Alemania. Ahora, yendo viniendo del pasado al presente, Julieta une las piezas de un rompecabezas hecho de frases, dibujos infantiles y fotografías; el cuadro cubista de su propia identidad, pero también el de una identidad colectiva, pues “recorrer las cartas es recorrer (…) un pasado no sólo suyo, sino también de su familia y de su tierra”.
Según se cuenta, Julieta llegó al mundo en diciembre del ‘78, en el sótano de la casa de Trelew donde se refugiaba su madre. Fue criada por sus abuelos en Aldao, estudió Letras en la ciudad de Córdoba y en el ‘99 se fue becada a Alemania, donde cursa su doctorado e investiga sobre escritura de mujeres, en particular la de Doris Lessing. Su lengua materna es el español, investiga en inglés y se comunica en alemán. Toponauta, mujer de ningún lugar, fue desterritorializándose a lo largo de su vida: nacida, criada y formada en tres lugares distintos, vive y trabaja lejos de su tierra, con la lengua escindida. De alguna forma, su regreso a la Argentina es una confrontación consigo misma. El destino depositó en sus manos un punto fuga que le permite verse en perspectiva: una caja que atesora la correspondencia que intercambiaba su madre con distintas personas, pero sobre todo con su abuela, autora de la mitad de ese corpus epistolar.
Julia y Julieta fueron criadas por Ema; más que madre e hija, ambas son dos hermanas que vivieron separadas. Julieta es “una hija que hace nacer a la madre de entre unos papeles, unas cartas”. Pero no la crea a su imagen y semejanza, sino como reflejo invertido: Julieta, esa mujer escéptica, individualista, liberal y desencantada, que ama y odia su país, es hija de una madre socialmente “comprometida”, idealista, militante, hija a su vez de una madre abnegada, esposa de Stefano, un inmigrante de Italia (y de otra historia). La imponente figura psicológica y discursiva de la abuela se sintetiza en el cierre de sus cartas, ya que casi todas van firmadas “tu madre”, como para que quede bien claro quién habla. Ema es epistolarmente profusa, la voz de presencia más fuerte y constante: es una madre que no para de hablar.
[1ª NOTA MARGINAL: ¿Y el padre de Julieta? Durante un encuentro, Lessing le pregunta: “¿Su padre vive?” Ésa es la cuestión. Nicolás escapó de Argentina dejando a Julia en ese sótano, a punto de dar a luz, y ahora vive en Estocolmo. Julieta lo rastreó por todos lados: En General Villegas – su pueblo natal –, en Göttingen encontrándose con una amiga suya, en las pocas cartas que le envió a su mamá. Pero es un padre tantálico: cuanto más se acerca a él, más insalvable es la distancia. – FIN DE NOTA MARGINAL].
Julieta no está sola en su empresa. La acompaña la voz – y la mirada – del narrador, una tercera persona de verbos en presente, que asiste a la transformación de Julieta y en cierta forma la asiste, armonizando sus creencias y sus prejuicios con las disonancias interiores que emergen de esa especie de ejecución musical que lleva a cabo, ya que “las cartas son una partitura y ella una intérprete que las vuelve comprensibles”. Pero este narrador también sigue, casi se diría que con particular interés, la otra transformación, la epistemológica, informándonos y comentándonos los avances de la investigación de Julieta sobre la escritura de mujeres. Tal interés se trasluce, por ejemplo, en este pasaje: “[Julieta] Revisaba (...) una entrevista a Doris Lessing, una grabación de años atrás. El entrevistador – un periodista de la BBC – preguntaba: ¿Existe la literatura femenina? Ella sabe que Lessing conoce de memoria la respuesta, que la ha repetido infinidad de veces (…). Sabe que las mujeres que escriben buscan una respuesta a esa pregunta”. La voz narradora dice que Julieta sabe. En otras palabras, Yo sé que Julieta sabe. Pero ese Yo se muestra tan partidario del personaje que podría decir: Ambas sabemos que las mujeres que escriben buscan una respuesta a esa pregunta. Esta estrecha cercanía y este interés común queda aún más en evidencia cuando dice: “[Julieta] Tiene un proyecto: saber si existe algo femenino en el modo de escribir de las mujeres. Detesta la palabra “femenino”, es una palabra tonta y odiosa, sin embargo, no encuentra otra que la reemplace”. Una tercera persona más externa hubiera dicho que la palabra “femenino” le parece al personaje una palabra tonta y odiosa; pero no, esa palabra es tonta y odiosa; lo expresa como sólo podría hacerlo un Yo que comparte la opinión del personaje. Esa voz narradora va configurando su corporalidad femenina a lo largo del relato en base a un “grano de voz” y adoptando una posición ideológica bien definida frente a lo narrado.
[2ª NOTA MARGINAL: Lengua madre como novela-museo. Acompañando a Julieta en su periplo, el lector realiza un tour cultural por la obra de Lessing, sus ideas y su historia de vida. También visitamos una pinacoteca en la que se exponen obras de Kokoshka, Kandinsky, Klimt y Degas. Viajamos a General Villegas, pueblo natal de Manuel Puig, y tomamos conocimiento de la – supuesta – historia real detrás de Boquitas Pintadas, paradigma de la novela epistolar. Museo, digo, no como sinónimo de cámara de momificación, sino en el sentido clásico de “casa de las musas”. – FIN DE NOTA MARGINAL].
Quien se exilia se marcha y estando lejos con noticias se fabrica un telescopio que apunta al lugar abandonado, se nutre con víveres autóctonos que llegan por correo, da explicaciones de su situación, no deja de ser alguien visible. En cambio, quien vive en el insilio desaparece y borra todo rastro a medida que desciende hacia la invisibilidad. Si el exiliado es un desterrado, el insiliado es un enterrado vivo. Y eso es Julia, enterrada viva en ese sótano, gestando una vida que no podrá mantener jamás a su lado, con una madre de amor impiadoso que a la distancia le pide que no regrese, que se quede ahí porque es más seguro para todos, mientras ella en el subsuelo se llena de hongos y vomita cosas como éstas: “No puedo salir a ver el sol / No puedo ir a casa de nadie / No puedo caminar por la calle / No puedo hacer las compras / (...) / No puedo contar lo que me pasa / No puedo hacer una excursión / No puedo decir que estoy viva / (...) / No puedo, no puedo, no puedo...”
“Hablar es ayunar”, ha escrito Deleuze. Y ya hemos dicho que la que más habla aquí es Ema, la abuela/madre. El discurso de Julia, en cambio, aparece fragmentado en dos o tres apuntes sueltos y una carta dirigida a Ema, desde Trelew, más parecida a una esquela que a otra cosa. Es ella la que ayuna, pero sin hablar. En todo caso se traga su sufrimiento, se llena la boca de soledad, miedo y distancia. Y como sabemos, con la boca llena no se puede hablar. El único momento en que la voz de Julia aparece con definición es cuando Julieta halla una carta escondida bajo el cartón del fondo (en el sótano, podríamos decir) de la caja. Es la primera y última carta en la que vemos a Julia escribir “querida hija”, la primera y última en la que se dirige a Julieta como madre para decirle, entre otras cosas: “yo quise ser tu madre y quise ser muchas otras cosas que no fui”. Pero lastimosamente es ya la voz de alguien ausente  sentenciado al desencuentro con la respuesta.
¿De dónde sacar fuerzas para continuar después de esto? Es una pregunta que sin dudas se habrán hecho una y mil veces tanto Ema, como Julia, como Stefano, como los compañeros militantes de Julia, como la voz narradora, pero, sobre todo, Julieta. Porque ese final abierto la devuelve al punto de partida con más interrogantes que al principio, pero fortalecida, mejor plantada en el mundo (de hecho, el nombre de su madre significa: “la de raíces fuertes”).
A diferencia de la lengua materna – primera lengua que una persona aprende –, la lengua madre es aquélla que constituye la base de otras lenguas. En una época de amnesia e ignorancia institucionalizada, Julieta se toma el trabajo no de aprender su lengua materna sino de recuperar la Lengua Madre de la Memoria.
[NOTA FINAL: Detrás de todo gran narrador siempre hay un gran autor, y María Teresa sabe hacer del efecto de realidad un encantamiento. La posdata que pregunta “¿No me vas a escribir más?” no rompe el hechizo sino que lo confirma, ya que quien interroga es el propio relato, deseoso de prolongar su existencia. A vuelta de página encontramos una aclaración acerca del origen de esas cartas, pero después de haber leído, por ejemplo, La mujer en cuestión, el lector avezado debería prescindir de cualquier explicación, porque aunque esos hechos no hayan existido en la realidad – o al menos no de esa manera –, han existido en el papel y la autora tuvo el coraje suficiente para darles vida confirmando un claro compromiso de “desbanalizar” el quehacer literario. Por último, si hay algo que debemos admirarle, y por qué no agradecerle, a María Teresa, es su capacidad de internarnos en un “bosque de símbolos” mientras ella crea entorno a nosotros una serie ilusiones verosímiles que indagan profundamente en nosotros como argentinos, pero sobre todo como seres humanos. – FIN DE NOTA FINAL].